La desmovilización de cinco millones de hombres se acercaba, y cuando los hombres desorientados con uniformes embarrados empezaron a aparecer en las calles - sin saber qué hacer o adónde ir - el ambiente de Londres cambió y parecía que lidiábamos con un nuevo dilema. De repente, el horror de la guerra estaba allí, expuesto ante nosotros, mientras cientos de miles de hombres regresaban de las trincheras...
Eran muy distintos a aquellos jóvenes con uniformes impolutos que yo había visto allí mismo unos años antes. Y aquellos desgraciados pedacitos de hombres cuyos rostros habían sido desfigurados y cuyos cuerpos masticados y escupidos a su país estaban también allí: mutilados, y con máscaras de hojalata pintadas de un modo estrambótico para ocultar los rostros que habían perdido. No había escapatoria, teníamos que ver lo que habíamos hecho, teníamos que enfrentarnos a las consecuencias de nuestras acciones. Y allí estaban ellos: nuestros valientes y jóvenes héroes.
No había vuelta atrás. Ninguno de nosotros, independientemente de nuestra situación o circunstancias, podía recoger los pedacitos de su vida y disponerlos como antes, como antes de la guerra. Todos habíamos cambiado, y nuestras vidas, tal como las habíamos conocido, habían desaparecido, se habían esfumado para siempre.
Habéis podido leer un fragmento que relata la protagonista de Un verano que nunca volverá de Judith Kinghorn.
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